Ilustración: Matías Roffé
Segunda quincena de marzo 2020. Nos desayunamos con un Decreto de Necesidad y Urgencia. Con el fin de proteger la salud pública, todas las personas que habitan en el país o se encuentren en él en forma temporaria, deberán permanecer en sus domicilios habituales o en donde se encontraban a las 00:00 horas del día 20 de marzo de 2020. Este aislamiento social, preventivo y obligatorio, es una medida excepcional que el Gobierno nacional adopta en un contexto crítico, obligando a los ciudadanos a permanecer confinados todo o gran parte del día en sus casas. Esta situación resulta potencialmente estresante, en primer lugar, por las causas que obligaron a decidir esta medida extraordinaria, y también por la incertidumbre de desconocer cuánto durará la situación, pese a que racionalmente sepamos que es temporal.
El aislamiento obligatorio genera un estado hiperalerta a todo lo que ocurre, dificultando la capacidad de adaptación, y que se puede manifestar en un rango que va desde un trastorno adaptativo a través de síntomas como: irritabilidad, nerviosismo y sensación de angustia e insomnio, que pueden evolucionar a crisis de angustia, de pánico, trastornos de ansiedad y en casos extremos, hasta un estrés postraumático.
La aparición de esta pandemia del COVID-19 nos ha modificado profundamente nuestro habitual ritmo de vida La situación actual se asemeja a la provocada por una guerra no convencional que afecta a los humanos, pero no a las estructuras edilicias. Esta situación se desencadenada de modo brusco y provoca reacciones que van desde la sorpresa hasta un profundo temor no factible de controlar.
La modalidad de vida a la que estamos acostumbrados se detuvo y se producen nuevas situaciones que nos invitan a meditar y actuar de una manera diferente que quizás desconocemos. Ante esta nueva situación planteada se debe valorar qué recursos de adaptación poseemos y cuales deberíamos adquirir para hacer frente a algo desconocido, y de la que nadie tiene experiencia.
Se debe reconocer que la situación actual implica una modificación profunda de nuestras rutinas, de la cotidianeidad de las mismas, y de los proyectos que teníamos pensado llevar a cabo, Todo esto requiere una mirada diferente a la habitual. La primera situación planteada es la del aislamiento, que implica dos ítems: cómo vivirlo, y cómo enfrentarlo y permanecer las 24 horas en la casa.
¿No desplazarse por las calles, no asistir al trabajo, ni a los centros de estudios, constituye un verdadero aislamiento? Deberíamos aprovechar esta circunstancia para pensar de qué forma estamos viviendo; que implica nuestro trabajo más allá de lo remunerativo; y qué representa nuestra casa.
En primer lugar: ¿el hogar en que residimos, lo habitamos o es solamente un lugar de paso? ¿Nos preocupa tener excesivo tiempo sin saber en qué emplearlo? ¿En lugar de aburrirnos, no sería saludable explorar, inventar o crear? Otro tema, dentro de esta compleja trama lo está la convivencia dada en el contexto de una situación fortuita y devastadora. Convivencia significa muchísimo más que compartir juntos un mismo techo: implica modos de estar, de escuchar y de compartir, encontrándose de una manera diferente a la cotidiana. Lamentablemente, en muchos casos se utiliza a los convivientes para descargar toda la angustia y preocupación que genera el aislamiento, el temor a enfermarse y morir, y la preocupación económica por el día después. Además, este clima se agrava si se reactivan conflictos previos de la pareja. La sugerencia es tomar una real dimensión del problema y entender que no lo vamos a resolver en discusiones estériles con nuestros convivientes. Finalmente, la sobrecarga de información que acentúa las tintas sobre lo trágico y la muerte, con imágenes impactantes, solo consiguen aterrorizar e incrementar el estado de angustia que de por sí origina aislamiento. Para este último aspecto, limitar la llegada de información y prestar atención solo a los fuetes oficiales son dos armas de utilidad para superar los conflictos originados por esta información deformada.